TESTIGO
Tú sabes que estoy pero no entres de repente
a mi cuarto. Podrías ver cómo guardo silencio
encima de una hoja blanca.
Cómo es posible escribir sobre el amor
escuchando los gritos de los asesinados y deshonrados,
cómo es posible escribir sobre la muerte
mirando las caritas de los niños.
No entres de repente a mi cuarto. Verás a un mudo
y atado testigo del amor al que vence la muerte.
Tadeusz Rósewicz.
El
torbellino de horror en el que se ha convertido para mí la experiencia de vivir
en Venezuela, es difícil de compartir cuando todos estamos buscando la manera
de sobrevivirlo.
He
sentido indignación, impotencia, rabia y una inquietud por comprender lo que
nos ocurre en el contexto social, político y humano, que me movió a leer
revisiones históricas, opiniones en la prensa, novelas y poesía. La lectura fue poco a poco tejiendo un
sentido que me condujo al poema de Tadeusz Rósewicks, Testigo. Lo he leído
muchas veces, y es ya casi un mantra que me centra.
Este
poeta polaco respondió con poemas desnudos de adornos al horror de la Segunda
Guerra Mundial. Su arte no insultó al sufrimiento humano minimizándolo, ni
ignoró los destellos de belleza que aún podía apreciar. En este poema, Testigo,
nos muestra la tensión de la vida y la muerte en un solo corazón. Sin embargo,
su sentimiento final es el del ahogo de la experiencia del amor ante el
silencio imponente de la muerte que toda destrucción representa.
Leerlo
me ha hecho reflexionar acerca de dificultad de atravesar la experiencia del
horror. Al sentirlo, se nos presenta como una imagen intolerable poco presta a
convertirse en conversación con otros. Se ahoga nuestra voz, y para poder
continuar, algunos nos envolvemos en oraciones y otros en pensamientos
positivos, mientras otros más buscan la manera de seguir creando a pesar de la
destrucción de todo el entorno. Todos estamos haciendo un esfuerzo a modo de
una orquesta en la que cada músico se organiza como puede, sin partitura y sin
director. La armonía es imposible. Todo esfuerzo falla, y el desgaste va
carcomiendo lo mejor de nosotros, convirtiéndonos en animales básicos. Como serpientes
nos arrastramos sigilosamente por la tierra buscando al próximo ratón que será
nuestro alimento. El horror ha vencido, y estamos en el infierno que se encuentra debajo de la
base de la pirámide de Maslow. Todo vale.
Parece
que a los seres humanos nos corresponde tocar niveles de animalidad para
conocer la destructividad de la que somos capaces y horrorizarnos, y a partir
de allí, aprender a tomarnos en serio, valorar la vida y cooperar. No lo sé, solo
especulo, también buscando que este horror tenga algún sentido constructivo.
Pero el dolor en la boca del estómago, las palpitaciones irregulares de mi
corazón, y el mal dormir, no me abandonan. La sin razón de mis sensaciones me indica claramente que esta destrucción no tiene sino el sentido que tiene el capricho de un loco que incendia su propia casa.
Tal
vez sea mi temperamento mediterráneo el que me hace creer que la única
respuesta de vida ante el horror es denunciarlo a través de lo que sentimos,
sin pretensiones positivistas como “toda crisis representa una oportunidad”. En
el camino de aprender a amar de todo ser humano, la crueldad y el horror nos
confrontan con una última posibilidad de respuesta antes de morir: la
honestidad con uno mismo.
Tadeusz
Rósewicks fue capaz de esa honestidad y supo hacerla arte. Declaró a la poesía
muerta porque reconoció que ante el homicidio y la masacre ya no eran posibles
las viejas formas de la poesía. Ninguna metáfora podría hablar del horror mejor
que el horror mismo, y para él, era ya tiempo de expresarlo en un testimonio
que rinde al lector de hoy, testigo de la experiencia humana del sinsentido de
las guerras, del ahogo del amor ante la muerte del individuo por opresión
totalitaria.
A lo mejor por indirección podemos vernos reflejados en la experiencia de Rósewicks y declarar abiertamente que tenemos miedo y nos sentimos perdidos, que se nos ahoga la vida aunque estemos haciendo muchos esfuerzos en los cuales insistiremos para seguir viviendo, porque aún tenemos que aprender a amar antes de morirnos.