jueves, 19 de octubre de 2017

TESTIGOS ETERNOS

Algo me hace ceder.

Hay dos testigos en la esfera celeste y el manto de agua densa cae sobre mi. Pesa sobre mis huesos.

Se descarga el cielo de su furia de agua y ahora las gotas son casi un rocío. Sigo afuera, mojándome, y me dejo caer suave sobre el barro que recibe mi forma y mis dimensiones. Me permite acomodarme en su regazo esta madre grande, este útero que ama. Descanso. Suspendidos los ruidos, vuelvo a encontrarme con un hilo que lo hilvana todo.

Me conmueve que esta esfera azul le hable claramente a mi corazón y éste a ella, para agradecerle. Es toda continente. Una cuna gigante que el sol divisa a lo lejos como un punto de su galaxia y a mi, no me conoce. No sabe ni le importa mi nombre. Me siente, como yo a él, como presencia necesaria, testigos mutuos de lo viviente.

Otro testigo aguarda. El disco plano de luz en el cielo negro de la noche no me muestra su preñez. Esconde su panza, siempre oscura, útero primero. Sin darme cuenta me pregunto por el lado de atrás de mi corazón. Me sorprende una exhalación que me hace percibir los latidos hacia mi espalda que llegan hasta los huesos de mi columna.  El aire sale y me invita a una fiesta calma.

Todo baja,  cede, se abre,  se humedece. Hay un concierto armónico dentro de mi que me dirige y mueve al líquido rojo dentro de mis venas,  al aire blanco que me afloja y a la masa negra dentro de mis huesos que como el otro lado de la luna,  solo puedo intuir desde las pulsiones de mi corazón. 

Me preña la luna