Oh Señor,
Recuerda no solo a los hombres y
mujeres
de buena voluntad, sino también a
los de mala voluntad.
Pero no recuerdes el sufrimiento que
infringieron sobre nosotros;
recuerda los frutos que hemos dado,
gracias a
este sufrimiento – nuestra camaradería,
nuestra lealtad, nuestra humildad,
nuestro coraje,
nuestra generosidad, la grandeza de
corazón
que ha crecido de todo esto, y
cuando
sean juzgados, deja que todos los
frutos
que hemos dado sean su perdón.
Este poema está citado en un libro sobre
las enseñanzas de los Padres de Desierto que estoy leyendo. El poema fue
encontrado al lado del cuerpo muerto de un niño en el campo de concentración de
mujeres en Ravensbrück, al norte de Alemania.
No cabe duda del reto que significa
para cualquier ser humano poder perdonar en estos términos: abriéndose a la
fortaleza y certeza de su corazón para ocuparse del vínculo con el resto de
quienes viven sus mismas circunstancias, como de sus captores. ¿Qué lo hace
posible? ¿Cómo alguien es capaz de entregarse de este modo?
Son muchas las reflexiones en torno
a esto, muy extensas para ser tratadas en este breve escrito, pero la más
importante, según siento, es la conciencia con la que se vive una situación. Probablemente
incluso algo más que consciencia: Presencia. El ya fallecido filósofo irlandés John
O´Donohue la define como lo que sucede cuando se está atento y comprometido con
todo lo que se está experimentando y con el otro. En su mirada, el foco de la
Presencia está en el vínculo, en lo que me ocurre y en lo que ocurre en el otro,
siendo capaces de comprender vivencialmente la naturaleza del encuentro.
Es un grado de apertura que
trasciende las pequeñas dimensiones de nuestro ego, bien sea que este sea
fuerte o esté herido. Es un gesto arquetipal de apertura, de entrega y de
confianza, que da sentido a todo cuanto está ocurriendo, quebrando la cáscara
externa que es nuestro ego, derritiendo todas sus falsas creencias, y haciendo
arder como una llama una verdad más profunda acerca de nosotros mismos, una
verdad que nos devela nuestra cualidad trascendente y nuestra capacidad de transformación.
En el estado de Presencia surge
nuestra singularidad, siempre en vínculo, nunca como un ente aislado, siempre
sabiéndose parte de una totalidad que solo puede intuirse, y esta intuición
basta para saberla cierta. La vida es un gran sistema en el que todos tenemos
nuestro lugar, y en la que nos afectamos unos a otros con nuestras acciones e
intenciones.
Alcanzar este estado de Presencia
requiere de todo un proceso de renuncias y muertes internas, algo nada simple
dentro de la cultura narcisista de selfies y consumismo que vivimos. Y más aún,
de ello resulta la conciencia del sí mismo y del otro como parte de un todo que
nos supera en importancia.
Sé que este planteamiento puede
resultar utópico, y solo Dios sabe si una persona puede alcanzar este grado de
conciencia. Sin embargo, utópico y todo, me parece importante tomarlo como
punto de referencia para observar el grado de nuestro propio desarrollo
interior y colectivo. Las opciones del ser humano siempre divergen en dos
tendencias cuando se está frente a situaciones extremas: nos movemos hacia el
polo de la sobrevivencia animal en la que uno u otro sale con vida, o nos atrevemos a saber sobrevivir tomando en
cuenta al otro y nos arriesgamos al difícil trabajo de parir ideas y modos de
acción y relación que nos permitan convivir.
Nunca la política podrá hacer este
trabajo por nosotros precisamente porque somos los individuos los que tejemos
el espacio colectivo. Este trabajo nos corresponde a cada uno, interiorizando,
reflexionando, discerniendo, y decidiendo en consecuencia. “Ser o no ser”, esa es la pregunta.
Hamlet de Shakespeare nos muestra el
debate interior de un hombre entre la vida y la muerte: vengar o no la muerte
de su padre, seguir viviendo o suicidarse. Y ya sabemos cómo le fue.
En el caso que planteo aquí, no se
trata realmente de la muerte literal de nuestro cuerpo, sino de dejar morir las creencias que se tornan tan
rígidas que excluyen a cualquiera que difiera de ellas, y que excluye a
cualquier otra voz que surja de nuestro interior como una alternativa al
conflicto.
La madre que dejó ese poema al lado
del cuerpo del niño pudo haber muerto sintiendo toda la ira a la que sin duda
tenía derecho. Especularé que murió, sin embargo, Presente, tan consciente de
su sentir como de las consecuencias de perpetuar el rencor. Sospecho que pensó
en lo que quedaría después del holocausto, y optó por hacer del aliento que
entre todos fueron capaces de darse en el campo de concentración, la mejor
forma de perdón, como quien reconoce que antes, cuando creían ser libres, no vivieron
la camaradería, la lealtad, el coraje y la generosidad.
En esencia, siento que todo el
horror del que somos testigos en esta vida no nos sirve de nada si no nos mueve
hacia nuevas formas de vínculo, hacia una verdadera Presencia. Esta es una
tarea para mí, y una tarea para ti.
PD: Aquí un enlace en el que pueden leer el texto de Hamlet. Creo que vale mucho leerlo. http://www.jmsima.com/politica/612-soliloquio-de-hamlet-william-shakespeare-en-espa%C3%B1ol.html