sábado, 30 de julio de 2016

"SER O NO SER, ESA ES LA CUESTIÓN"


Oh Señor,
Recuerda no solo a los hombres y mujeres
de buena voluntad, sino también a los de mala voluntad.
Pero no recuerdes el sufrimiento que infringieron sobre nosotros;
recuerda los frutos que hemos dado, gracias a
este sufrimiento – nuestra camaradería,
nuestra lealtad, nuestra humildad, nuestro coraje,
nuestra generosidad, la grandeza de corazón
que ha crecido de todo esto, y cuando
sean juzgados, deja que todos los frutos
que hemos dado sean su perdón.

Este poema está citado en un libro sobre las enseñanzas de los Padres de Desierto que estoy leyendo. El poema fue encontrado al lado del cuerpo muerto de un niño en el campo de concentración de mujeres en Ravensbrück, al norte de Alemania.

No cabe duda del reto que significa para cualquier ser humano poder perdonar en estos términos: abriéndose a la fortaleza y certeza de su corazón para ocuparse del vínculo con el resto de quienes viven sus mismas circunstancias, como de sus captores. ¿Qué lo hace posible? ¿Cómo alguien es capaz de entregarse de este modo?

Son muchas las reflexiones en torno a esto, muy extensas para ser tratadas en este breve escrito, pero la más importante, según siento, es la conciencia con la que se vive una situación. Probablemente incluso algo más que consciencia: Presencia. El ya fallecido filósofo irlandés John O´Donohue la define como lo que sucede cuando se está atento y comprometido con todo lo que se está experimentando y con el otro. En su mirada, el foco de la Presencia está en el vínculo, en lo que me ocurre y en lo que ocurre en el otro, siendo capaces de comprender vivencialmente la naturaleza del encuentro.

Es un grado de apertura que trasciende las pequeñas dimensiones de nuestro ego, bien sea que este sea fuerte o esté herido. Es un gesto arquetipal de apertura, de entrega y de confianza, que da sentido a todo cuanto está ocurriendo, quebrando la cáscara externa que es nuestro ego, derritiendo todas sus falsas creencias, y haciendo arder como una llama una verdad más profunda acerca de nosotros mismos, una verdad que nos devela nuestra cualidad trascendente y nuestra capacidad de transformación.

En el estado de Presencia surge nuestra singularidad, siempre en vínculo, nunca como un ente aislado, siempre sabiéndose parte de una totalidad que solo puede intuirse, y esta intuición basta para saberla cierta. La vida es un gran sistema en el que todos tenemos nuestro lugar, y en la que nos afectamos unos a otros con nuestras acciones e intenciones.

Alcanzar este estado de Presencia requiere de todo un proceso de renuncias y muertes internas, algo nada simple dentro de la cultura narcisista de selfies y consumismo que vivimos. Y más aún, de ello resulta la conciencia del sí mismo y del otro como parte de un todo que nos supera en importancia.

Sé que este planteamiento puede resultar utópico, y solo Dios sabe si una persona puede alcanzar este grado de conciencia. Sin embargo, utópico y todo, me parece importante tomarlo como punto de referencia para observar el grado de nuestro propio desarrollo interior y colectivo. Las opciones del ser humano siempre divergen en dos tendencias cuando se está frente a situaciones extremas: nos movemos hacia el polo de la sobrevivencia animal en la que uno u otro sale con vida,  o nos atrevemos a saber sobrevivir tomando en cuenta al otro y nos arriesgamos al difícil trabajo de parir ideas y modos de acción y relación que nos permitan convivir.

Nunca la política podrá hacer este trabajo por nosotros precisamente porque somos los individuos los que tejemos el espacio colectivo. Este trabajo nos corresponde a cada uno, interiorizando, reflexionando, discerniendo, y decidiendo en consecuencia.  “Ser o no ser”, esa es la pregunta.

Hamlet de Shakespeare nos muestra el debate interior de un hombre entre la vida y la muerte: vengar o no la muerte de su padre, seguir viviendo o suicidarse. Y ya sabemos cómo le fue.

En el caso que planteo aquí, no se trata realmente de la muerte literal de nuestro cuerpo, sino de  dejar morir las creencias que se tornan tan rígidas que excluyen a cualquiera que difiera de ellas, y que excluye a cualquier otra voz que surja de nuestro interior como una alternativa al conflicto.

La madre que dejó ese poema al lado del cuerpo del niño pudo haber muerto sintiendo toda la ira a la que sin duda tenía derecho. Especularé que murió, sin embargo, Presente, tan consciente de su sentir como de las consecuencias de perpetuar el rencor. Sospecho que pensó en lo que quedaría después del holocausto, y optó por hacer del aliento que entre todos fueron capaces de darse en el campo de concentración, la mejor forma de perdón, como quien reconoce que antes, cuando creían ser libres, no vivieron la camaradería, la lealtad, el coraje y la generosidad.  

En esencia, siento que todo el horror del que somos testigos en esta vida no nos sirve de nada si no nos mueve hacia nuevas formas de vínculo, hacia una verdadera Presencia. Esta es una tarea para mí, y una tarea para ti.



PD: Aquí un enlace en el que pueden leer el texto de Hamlet. Creo que vale mucho leerlo. http://www.jmsima.com/politica/612-soliloquio-de-hamlet-william-shakespeare-en-espa%C3%B1ol.html

martes, 12 de julio de 2016

SEÑALES



Si sientes una insatisfacción crónica con la vida que llevas y que sigues llenando de cosas sin saber exactamente qué es lo que está faltando; o sientes un vacío en las relaciones personales que comienzas a reconocer como convencionales, superficiales y hasta utilitarias; o con demasiada frecuencia reclamas a otros por algo que “no te dan”; o todo el mundo te parece un caos del que no quieres formar parte porque no hay nada en él que valores como nutritivo para tu vida; o – en la versión más tecnológica, te quejas por lo lenta de la conexión de internet, por el whatsapp que no funciona, y porque solo tienes 3G de conexión en los teléfonos celulares, de los que tienes dos por si uno no tiene señal y andas en la calle y necesitas pedir ayuda, las señales son claras: la vida tal y como la llevas, va perdiendo su sentido. Nada es suficiente.

Es un momento de vida que habla de lo que no recibimos o no tenemos, de angustia, de apuros, de estrés, de prioridades caóticas, y de un desconocimiento de quienes somos en realidad. Es un momento que podemos experimentar como una crisis cuando todo el foco está puesto en el afuera, sin un solo rayo de luz hacia ese oscuro continente que es el adentro, que por oscuro, parece tener mala fama.

En principio es oscuro porque no le prestamos atención y lo que es peor aún, ni siquiera aparece en el campo de nuestra conciencia –no existe.  La buena noticia es que no todo lo que llevamos dentro es veneno, la mala es que si, encontraremos veneno también, que si sabemos digerir en un sentido psicológico y de alma, operará como un remedio homeopático –aquello que nos enferma es lo que nos sana, pero no en el sentido preventivo de una vacuna.

Para que tal “sanación” ocurra, hay que disponer de algunas actitudes: atención, miedo, humildad y aceptación.

Si no prestamos atención, por supuesto que no se estará mirando o escuchando a nada. El camino nunca comenzará y solo seguiremos viviendo la misma insatisfacción, seguiremos llenándonos de objetos en vez de vínculos, y para nutrirnos seguiremos buscando en el afuera lo que no tiene para permitirnos avanzar en este proceso. Demencia, gritó alguien!

Si no tenemos miedo, tampoco tendremos coraje ni el grado necesario de prudencia. Los buzos que entran a cuevas subterráneas de agua, donde la luz que alumbra el camino es un pequeño faro que llevan en sus frentes, lo hacen con mucha lentitud y cuidado, explorando el espacio no solo con la mirada sino también con el tacto, conociéndolo poco a poco. No creo que lo hagan así sospechando que allí haya algún monstruo marino. Creo que lo hacen para garantizarse un camino de salida, en lo cual no pensarían si arremetieran contra el espacio acuático con el dinamismo de un soldado de guerra que solo ve enemigos delante de sí.   

Cuando nuestro desconocido es el propio ser, el miedo es sin duda mayor al de los buzos, y le acompañan en proporción el coraje y la prudencia. Saber sobre nosotros mismos no es tarea simple. Asumir responsabilidad por el estado de las cosas en nuestro interior requiere la energía del coraje para dar los pasos hacia adentro cuando somos llamados a ello, y de la lentitud necesaria para conocer los rincones de nuestra alma lo suficiente como para poder entrar y salir. 

La humildad, si no la tenemos, nos será dada, a veces a palos, cortándonos la cabeza, dejándonos desorientados, despojados de todo conocimiento de las cosas tal y como eran. Vivir bajo una corona es vivir bajo una circunferencia muy estrecha. El alma sabe esto, y el ego necesita aprender a ensanchar esa circunferencia dialogando –para echar mano de la metáfora – con los plebeyos, quienes resultarán ser sabios cargados de enseñanzas.

Después de todo esto, casi que no queda más alternativa que la aceptación, primero un poco a regañadientes, pero en la medida que avanzamos en este recorrido, la aceptación se siente natural, junto con la variedad de emociones que puedan producirnos esos diálogos con los plebeyos. En la aceptación no hay disfraces. La tristeza es la tristeza, la rabia es la rabia, la envidia la envidia, y el amor es el amor. Se siente todo esto, y se acepta porque sí, es parte de quienes somos, y finalmente hemos escuchado sus voces y sus enseñanzas para nosotros: contener nuestra experiencia interior en lugar de negarla; observarla, comprender sus razones, y darle su lugar en nuestra alma.

En esencia, lo que aprendemos es a amar y a ser compasivos con nosotros mismos.  En esta manera de vivirnos, una conversación cara a cara es preferida al chat, la prisa pierde sentido, el mundo es nuestro espejo,  la responsabilidad descansa dentro de nuestro propio corazón, y queremos estar en silencio y a solas bastante rato.


Así que, vuelve a leer el primer párrafo de este texto, y si sientes alguna de las cosas allí mencionadas, felicidades, has sido llamado a escucharte!