Todo lo que ocurre, ocurre dentro
de un contexto. Es decir, nuestra manera de sentir, hablar, actuar,
interactuar, nuestros valores, aquello a lo que le ponemos atención y aquello
que descuidamos, surgen a partir de nuestra interacción con un contexto específico.
A modo de ejemplo, podemos notar la diferencia en nuestra manera de interactuar
en familia, con los diferentes amigos y con las personas en el trabajo. No decimos
ni sentimos las mismas cosas o actuamos del mismo modo en las diferentes
interacciones.
Sin embargo, se van desarrollando
en nosotros valores subyacentes más o menos compartidos y a partir de los cuales
vamos tomando decisiones, consciente o inconscientemente, estructurando una
identidad a la que nos aferramos como si fuera fija. Por ejemplo, los acuerdos
sociales de libertad de expresión y de religión, el derecho a la educación y la
salud; y las prácticas cotidianas de respetar el lugar en la fila que estamos haciendo,
no interrumpir al otro cuando habla, dar los buenos días, respetar la dignidad
de las personas, etc.
Hay otro contexto que también
define nuestras conductas y valores. El contexto económico-político, en el que
las decisiones políticas están siendo conducidas alarmantemente por intereses
de orden económico, y a costa del valor del bienestar, la dignidad y la vida de
las personas.
No soy amiga de los extremos. Me da
la impresión que, aunque aparentan estar en polos opuestos, están uno al lado
del otro con paredes divisorias ideológicas que esconden su similitud en cuanto
a las acciones que ejecutan y el sentimiento oculto desde el que operan. Estoy
hablando del autoritarismo, por miedo a llamarlo totalitarismo, ese que hoy
avanza tanto en Estados Unidos como en Venezuela y otros países. Uno con tono
de extrema derecha, otro con discurso de izquierda, pero ambos negando la
existencia de quien no está de acuerdo con ellos y queriendo conquistar
espacios que en democracia son difíciles de obtener.
Querer comprarse un país, expulsar
a los “ilegales” y llevarlos a las cárceles de El Salvador, mudar en contra de
su voluntad a millones de personas para convertir la tierra en la que habitan
en una riviera vacacional, salirse del Green Deal, de la OMS y de los acuerdos
comerciales, negociar la paz a cambio de tierra que contiene minerales que le
interesan, son a mi modo de ver, el ejemplo grotesco del valor del dinero como
impulsor de las relaciones.
No me cabe duda de que todas las
organizaciones mundiales necesitan reflexionar sobre los cambios que su modo de
pensar y de estructurarse requiere para atender las necesidades del mundo
actual. Pero salirse de todo es como vivir en un planeta que solo existe en las
distorsiones cognitivas de quien quiere estar fuera, sin abrir espacio alguno a
una reflexión sustancial o a diálogos profundos.
Es por esto que es importante que
como personas y como ciudadanos, hagamos una lectura atenta de lo que nos
ocurre al interactuar con la realidad circundante para descubrir en qué medida
nuestros valores personales son comprados de los valores colectivos que nos
llevan al desgaste personal, al deterioro de nuestras relaciones y a la erosión
del planeta.
Sin minimizar la apremiante
situación económica de muchas personas, familias y hasta países, en los que
está a riesgo el bienestar mínimo y la vida, pensemos ¿Dónde realmente descansa
para nosotros el bienestar? ¿Qué del poseer tiene sentido y qué no? ¿Qué cosas
importantes sacrificamos en nombre del tener? ¿Es verdad que “tengo que”?
Si cierras los ojos por un buen
rato y simplemente sientes tu interioridad, ¿qué surge para ti como un
verdadero camino de bienestar? ¿Qué quieres hacer entonces para embarcarte en
ello? ¿Qué está en tus manos para favorecer las relaciones humanas basadas en
el cuidar?
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